El Valor de lo Simbólico

Símbolo: un término polisémico que atraviesa vertical y horizontalmente la cultura humana de la mano con distintos aspectos del quehacer intelectual e impulsor de comportamientos a veces, no tan racionales. Desde los jeroglíficos egipcios hasta la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev; desde el pez de bronce de los primeros cristianos hasta nuestra bandera, el símbolo abarca se podría decir, sin temor a equivocarnos demasiado, toda la gama de manifestaciones que nos ‘hace humanos’.

No obstante la enorme variedad de matices que se puedan albergar bajo el alero de un símbolo, todos tienen algo en común. Todos buscan escapar de las borrascosas aguas del olvido; de la lluvia implacable del tiempo que todo lo borra; pero, en cualquier caso todos también ‘representan’; representan pensamientos, altibajos morales, convenciones sociales, progresos, dogmatismos, creencias, soberbia intelectual, estrechez y necesidad, sabiduría y barbarie.

De todos los aspectos naturales mencionados y de los muchos que se escapan, tomaremos el único que los reúne a todos: la representación.

Se tiene la tendencia de pensar en una imagen que refleje alguna realidad cuando uno invoca el término representación y por ende el concepto de símbolo. Esta tendencia no tiene asidero y trataremos de fundamentarlo.

La palabra símbolo, en su acepción griega, deriva de un vocablo que significa juntar, unir o encontrar algo que permita un reconocimiento. Esta sucinta definición abre un pequeño resquicio por donde penetrar al corazón simbólico.

Admitir que un símbolo es solo lo que representa una realidad otra de la que estamos experimentando, es admitir ingenuamente que una imagen representada va más allá de los elementos que la constituyen, tomándola por ‘real’ por el único hecho de ‘parecerse’ a lo que intenta representar.

Esta adherencia a lo visual de la representación hace que no podamos ‘ver’ paradójicamente, lo que está más allá de la mera apariencia, y no pasa de ser una metáfora del espejo que se transforma en espejismo cuando nos acercamos a ella. Los símbolos son naturales en el hombre y no es algo que se ofrece desde fuera para que, en su aprehender, ‘registre’ una convención. El símbolo es parte de la unidad psíquica humana; es lo funcional complementario de lo que es aportado por los mismos datos sensoriales sean estos provenientes del entorno o desde nuestra biología, y que constituyen la estructura de la psiquis. En el aparato psíquico en el cual se fundamenta el conocimiento humano es donde lo simbólico cumple una función puesta al servicio de comprender el mundo que nos rodea, dándonos una enorme capacidad que excede y en mucho, nuestra sensibilidad o nuestra memoria. Esta capacidad simbólica que nos caracteriza como humanos se inicia con el pensamiento y se proyecta en nuestro lenguaje, permitiéndonos así dar tratamiento a todas las cosas y a todos los problemas que nos son inherentes, ya sean estos de índole místico, abstracto o práctico.
Este método de adaptación es patrimonio exclusivo del hombre y le da la posibilidad, no ya de valorar cuantitativamente una simple reacción como lo hace cualquier animal que responde a un signo cualquiera según un significado asociado sino, contemplar aspectos cualitativos que le dan una nueva dimensión a la realidad vivida. Las realidades inmediatas se transforman en ‘semióticamente reales’; las sensaciones se transforman en manifestaciones de sentido. Se distancian así, gracias al símbolo, las reacciones orgánicas propias de la animalidad de las respuestas puramente humanas.

Tal cual lo aseveró Cassirer, el hombre es un animal simbólico más que racional. Lo racional, que también es un patrimonio humano, no abarca la integridad real ya que solo se restringe a lo abstracto (terreno cultivado por la Lógica, la Filosofía, las Matemáticas y la Lingüística, entre otras).

Retomando entonces la tendencia de asociar representación con una imagen podemos ver que, cuando esto ocurre, se debe a que somos arrastrados por la apariencia empobrecida de una relación heterónoma con un referente externo, sea éste, algo concreto o alguna idea. Muy distinto sería si en vez de esta asociación nimia, intentamos la aprehensión de una ‘forma’ que diera cabida a un futuro contenido del pensamiento.

¿Qué diferencia hay entre una imagen y una forma? En apariencia, ninguna. Pero si analizamos su constitución, veremos que difieren y en gran medida. Remarcaremos un solo detalle distintivo pero que es suficiente para poner en relieve esa flagrante diferencia. La imagen es estática. La forma no. La dinámica de la forma se expresa a través de las relaciones que plantea su geometría. Una topología estructurante y estructurada que da origen, en su espacio, a una función (proyectando una estructura en otra) que se encuentra a modo de unidad compleja en el símbolo; con una vertiente continua (la función) que estaría representada en la psiquis por el pensamiento y expresada en el lenguaje natural (en nuestras lenguas indo-europeas) por los tiempos de verbo; y una vertiente discreta que estaría representada por el lenguaje natural y expresada en su sintaxis.

Solo el aspecto dinámico del símbolo (el pensamiento) tiene sentido, porque representa cabalmente un prototipo lógico; en el contexto del aspecto estático (el lenguaje natural), un nombre (el contenido convencional de un símbolo lingüístico), tiene significado. Su uso no muestra la relación esencial que hay entre los sistemas reales que le dan origen. Su comunicación se hace de la única manera posible: a través de la expresión.

Consideramos así al símbolo como una función de la estructura que lo contiene (en su vertiente interna) y como estructura funcionarizada (la expresión) en su vertiente externa

El símbolo, como función, tiene como argumento a un signo; en otras palabras, el pensamiento es función de una idea y quien porta el sentido. Esta función, en las lenguas indo-europeas por ejemplo, está representada por los tiempos de verbo (en su aspecto temporal interno).

Un símbolo dinámico (interno: la vertiente continua) representa una función estructurada (la que expresa el proceso mismo de simbolización); en contrapartida, un símbolo estático (su mitad externa, discreta) representa una estructura funcionarizada (ver figura).




Al pasar la función, en el lenguaje natural, a ser su propio argumento, deja de expresar la esencia del evento representado en el pensamiento. Por tanto la estructura al pasar a ser función, deja de expresar la estructura psíquica y por lo tanto, también la real .

Esta inversión ‘paradojal’ torna dificultoso el captar la ‘lógica’ que estructura el lenguaje natural y por ende, el pensamiento, desde donde suponemos, emana. Por esta razón el lenguaje natural nos dice poco o nada de sí mismo y menos quizás, de lo que lo originó. El ojo no puede ‘verse’ a sí mismo. Puede describir lo que ve, pero no puede ‘verse’ viendo.

Una función no debe ser su propio argumento. Esto va en contra de la lógica.

Esta aparente falla lógica se subsana arbitrariamente por medio del significado. Asignando convencionalmente (ad placitum) argumentos a una función que no es tal. Usando una función continua (como por ejemplo, los tiempos de verbo) como argumento de una estructura (sintaxis). Es por eso que el lenguaje natural (simbólico) es ambiguo. Esto explicaría de alguna manera la polisemia. Es el mismo fenómeno que se daría al describir matemáticamente un acontecimiento continuo (real), en donde no hay otra opción que ‘linealizarlo’; describirlo en infinitésimos pasos; o sea, en definitiva: discretizarlo.

Desde la óptica de la lógica aristotélica el lenguaje natural es un discretizador de la realidad.

“El lenguaje disfraza el pensamiento” dice Wittgenstein. Nosotros podemos decir: “No se piensa con palabras, se habla con pensamientos”. No obstante, el lenguaje natural no hace evidente al pensamiento. El significado nada dice del sentido. Para comprender el lenguaje natural hay que cambiar el punto de vista lógico. El secreto está en lo estructural. Hay una homología entre la realidad representada y el representante, lo cual se equipara relacionalmente en el origen y en el orden, pero también en la función.

El aparente aspecto ‘desmadejado’ del lenguaje natural impide darse cuenta que su lógica puede ser un ensamble entre lo continuo (profundo) y lo discreto (superficial); en donde, esto último es lo que se muestra directamente. El otro aspecto queda ‘oculto’ a los ‘ojos’ de la lógica aristotélica.

El símbolo es la ‘figura’ de lo real. Un modelo que queda ‘estampado’ a fuego en nuestra psiquis, que se origina en nuestra contienda con la vida y que se expresa a través del lenguaje. El símbolo es el ‘hilo de Ariadna’ que liga los aspectos psico-bio-socio-culturales de la realidad y se constituye en unidad en el encuentro complejo (opuesto-complementario-concurrente) de dos mitades que se reconocen.