En busca de un destino

Escudriñar los entresijos del tiempo puede brindarnos la magia del silencio o fustigarnos con la desidia de la fama.

Pretender un conocimiento amplio de los avatares venideros es igual de inútil que nuestras disculpas luego de una flagrante omisión.

Tratar de averiguar el final de una historia está muy bien para cuando uno piensa en escribir un relato, pero de poco sirve si ese relato tiene que ver con nuestra propia vida.

 Querer ser testigo de muchos atardeceres huérfanos de la incertidumbre de un solo amanecer pronto ha de sumergirnos en las tinieblas sin siquiera advertir la luz.

Intentar abatir el bosque que sospechamos oculto tras un modesto árbol puede proporcionarnos, como máximo, la misma placidez que nos daría el comenzar a leer  una novela de misterio por su última página.

Creo que no hay destinos mejores o peores, por lo tanto, de nada vale esmerarse en descifrar el nuestro, ya que de existir algo semejante, no hay duda que será precisado en el fabuloso divorcio cronológico que opera en nuestro interior. Esta diversificación temporal es la  que nos conduce al encuentro del instante final en donde quedará definida nuestra historia.

En busca de ese destino, un 24 de agosto de 1899 padeció su primer amanecer un iconoclasta que se llamó Jorge Luis Borges.

Dante Roberto Salatino