Cuando niño, Albert, era alguien tranquilo y más bien tímido, actitud que mantuvo durante toda su adolescencia. Vivía en un mundo totalmente distinto al de sus padres y hermana; es más, hasta le resultaba extraño. Las conversaciones familiares eran completamente ajenas a sus sueños, y distantes a sus deseos. Supo crear un mundo propio dentro de él, en donde se aisló, o permaneció al margen de lo que le rodeaba. La Múnich de su infancia no fue para él, una de las cunas del arte, tal como lo era para tantas personas cultas de todo el mundo. Sus edificios y sus museos no existían, y, los innúmeros extranjeros que la visitaban no eran distintos de los sacerdotes o de los campesinos, o de cualquier otra gente. Él solo deseaba permanecer al margen. De igual manera, renegaba de la educación que su padre pretendía que tuviera. Prefirió ser autodidacta, porque era lo suficientemente astuto e inteligente como para lograrlo, pero, como contrapartida, nunca permitía que se le dijera algo que lo contrariara. Cuando ingresó al Politécnico de Zúrich para obtener un título en Física, que era lo único que le apasionaba, siempre consideró que el conocimiento que allí se le dispensaba representaba la debilidad de la institución, lo cual se contraponía a la fuerza que él sentía que le daba su creatividad. Inventó otro mundo, uno que lo acompañó durante toda su vida y coronó una de las aventuras intelectuales más increíbles que se hayan emprendido nunca.
A 142 años del natalicio de Albert Einstein.
Dante Roberto Salatino