Del Discurso de la Normalidad al Discurso de la Complejidad

Las reglas canónicas de nuestro discurso, por estar basadas en la nominación y en la identificación, imponen una rigidez palmaria al significado que le damos al mundo, cuando nos comunicamos en el día a día. Para poner en evidencia de que esto es así, basta y sobra con que reflexionemos brevemente en cómo “construimos” ese mundo en nuestro discurso. Nombramos los seres y las cosas para, clasificándolos, establecer sus relaciones y así ordenar lo que percibimos, pensamos y decimos. Esto y muy poco más es lo que nos deja hacer la ortodoxia lógica, fundamentalmente en nuestras lenguas indo-europeas llevadas hasta el hartazgo, durante el medioevo, por los caminos de la identidad escolástica, de la pecaminosa contradicción, y del siniestro tertium non datur (‘una tercera (cosa) no se da’) que supo de la normalización por Leibniz. (recordar que las lenguas indo-europeas incluyen 150 idiomas hablados por casi la mitad de la población mundial).

Es verdad que este ‘binarismo’ radical ha dado sus frutos y la confianza despertada en sus usuarios, le ha permitido gozar hasta hoy, de muy buena salud. Pero el costo de este ‘beneficio’ se me antoja en extremo oneroso, al tener que lidiar con una univocidad y homogeinización inextricables.

La falsa transparencia de los significados impuestos por el uso, no pueden evitar ‘colorear’ la realidad y de esta manera nos hemos ido alejando paulatinamente de lo complejo del mundo, por identificarlo con lo indiferente de lo unívoco, la ignorancia contradictoria y el desconocimiento de la mediación. En otras palabras, nos hemos alejado, y mucho, de lo ‘vivo’ de la realidad.

Nuestro discurso no ‘sabe’ nada sobre la complejidad del mundo, y nos dice prácticamente poco sobre él. Que todo ‘sea o no sea’ no puede ser una explicación coherente de por ejemplo: por qué la vida genera más vida, y por qué esa nueva vida, sin proponérselo, comienza su ‘decir’. Es evidente que todo es mucho más complejo que un simple dilema shakesperiano.

Hay quienes aventuran algunos indicios en el mero lenguaje discursivo que, transgrediendo las normas expresivas, ponen en evidencia una capacidad lingüística potencial para mostrar la verdadera realidad o por lo menos una mejor aproximación a ella. Me refiero al uso de antónimos o de paradojas que al ser sublimados, entre otros por el oxímoron, permiten expresar las más extravagantes antinomias mundanas.

Sinceramente creo que un oxímoron ‘no hace verano’. Es un hábil maquillaje de la retórica para que una expresión aparezca como una supuesta transgresión pero en el fondo nada cambia. Hasta los grandes escritores lo anuncian antes de usarlo (en el Aleph de Borges, por ejemplo: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”).

La complejidad del mundo o de la realidad, si se prefiere, se sustenta no en un mero ‘decir’ sobre antinomias, sino sobre contrariedades concretas, oposiciones genésicas y complementariedades concurrentes. Lo normativo no alcanza ya que solo es una solución de compromiso.

Todo esto es para decir que el lenguaje no refleja la realidad; que más bien cual impostura, acomoda lo real para ocultar el terrible fantasma de la ambigüedad. No refleja la realidad por lo menos como trata de mostrar que lo hace, sino de otra manera.

Los griegos (presocráticos) hacían uso de una lengua en la que se daba lugar para expresar las polaridades; la irremediable presencia de opuestos, cual unidad compleja real. La ‘purificación’ sufrida después de Aristóteles y más aun, la latinización del medioevo, lograron ‘borrar’ esta capacidad ‘innata’ de nuestro lenguaje y por tanto del discurso que en él se sustenta. Hay lenguas modernas como el Alemán en que se siguen manteniendo resabios de tales portentos (como ejemplo el término Aufheben que popularizara y especificara Hegel para expresar simultáneamente la negación y la preservación de la verdad interna de algo).

¿Si lo que acabamos de afirmar es cierto, quiere decir que nuestro lenguaje no tiene (salvo excepciones) relación con lo que pretende expresar y por lo tanto no deja de ser solo una caprichosa convención?

¡No! Lo que quiere decir es que, cuando tratamos de especificar cómo surgió el lenguaje y cómo es que expresa lo que expresa, nos adherimos a esta ‘deformación’ de su matriz original y perdemos la plasticidad de ver la realidad en perspectiva. Claro que nuestro lenguaje expresa la realidad pero, no tal cual es sino, ‘acomodada’ en una convención. La convención sirve para expresar el mundo que cada uno se ‘construye’ y que, por una cuestión de convivencia, adquiere rasgos similares en una determinada comunidad. La cultura (el cultivo de la mente a través de la razón) tiene que ver con esta parcelación de nuestro fundamental medio expresivo. En este sentido, nuestro lenguaje en uso, tiene un origen social y se fue adaptando a nuestra historia.

La estructura verbo – nombre de nuestras lenguas induce a tener en cuenta solo uno de estos términos a la hora de significar la relación que cada una de ellas tiene con el mundo, producto de lo estático de la sustantivación en los nombres; o dicho de otro modo, de la férrea adherencia a las categorías de la identidad Aristotélica. La realidad en mucho más compleja que esto. La realidad es dinámica; es devenir, fluir, alternar y cambiar. Obviamente, nuestro lenguaje (y por ende nuestro discurso) desde esta óptica, carece de las herramientas necesarias para reflejar la realidad. Sin embargo la refleja y lo suficientemente bien como para que nos podamos entender, por lo menos en nuestras comunidades (¡aunque a veces no tan bien!). Entonces, ¿dónde está la ‘falla’ de nuestro lenguaje? En ninguna parte. Nuestro lenguaje no tiene fallas. Los que fallamos en todo caso, somos nosotros al apresurarnos en valorar de una manera simplista (‘científica’), la relación uno a uno de una combinatoria de términos y los hechos que suceden a nuestro rededor.

Los hechos o dicho de otra forma, las relaciones dinámicas mantenidas entre los distintos ‘actores’ reales (la cruda realidad) son tamizados por nuestros sentidos con el fin de aprehenderlos y luego reelaborados por nuestra psiquis en nuestros pensamientos. Este mecanismo tiene un doble fin; por un lado, nos ayuda a encontrarle ‘sentido’ al mundo que nos rodea y al hecho de nuestra existencia en ese mundo; y por otro lado, nos permite elaborar una manera de comunicarlo (hacer saber lo que sabemos) con el objeto de aquilatar nuestra experiencia en función de la experiencia de los demás, porque es la única forma que disponemos para ‘conocer’ ese mundo en donde vivimos y al cual tenemos que enfrentar en su afán de aquietar todo lo que se mueve y evoluciona.

En posesión de nuestro ‘esquema’ del mundo y llegada la hora de ‘expresarlo’, tenemos que ‘inventar’ una manera de llevar a cabo esta tarea. Esta ‘invención’ es nuestro lenguaje que, mediante hábiles convenciones, permite ‘reconstruir’ un mundo tal como se nos presenta y ubicarnos en consecuencia, para que el otro, con el cual dialogo, le encuentre significado a su propia reconstrucción del mundo en donde vive y así complementarnos y pertrecharnos en contra del equilibrio mortal.

Como podemos ver, hemos utilizado dos términos distintos para, según el uso común, expresar una misma cosa: sentido y significado. ¡Aquí está la cuestión! No son la misma cosa. Sentido es cómo comprendemos la realidad; la esencia de la realidad. Un aspecto netamente individual para el que no existe lenguaje en el mundo que pueda expresarlo cabalmente. Significado en cambio es la sublimación del sentido y como tal, la transformación de lo que surge de nuestros instintos o sentimientos primarios, en una actividad moral, intelectual y socialmente aceptada.

Visto nuestro lenguaje desde la superficialidad del significado, es razonable que tenga, en apariencia, poco que ver con la realidad que le dio origen; surgiendo así, el discurso de la ‘normalidad’.

Este discurso de la ‘normalidad’ debe ser trocado por el discurso de la ‘complejidad’; es decir, la consideración complementaria sentido/significado, si se quiere alguna vez, comprender nuestro más preciado logro evolutivo.