¿Por qué no hablan los monos?

Desde que Darwin nos diera ‘letra’ para la metáfora, consideramos la vida como una larga cadena (la evolución) en cuyo último eslabón nos ubicamos; mientras que el primero, permanece aun sumido en las frías tinieblas de un profundo abismo. Esta pintoresca figura, que podría trocarse por la de un árbol si quisiéramos ser más técnicos, nos permite tener una visión del conjunto (disjunto) que llamamos ‘vida’.

Esta cadena a la que aludíamos, no se encuentra erguida sin ningún sustento sino que pende de la base de un trono, al cual nos hemos encaramado para, y oficiando de semidioses (o dioses ‘dedicación exclusiva’), contemplar todas las otras formas (‘inferiores’) de vida que nos acompañan en este viaje metafórico.

¿Qué fue lo que pasó? O mejor: ¿De qué dependió que solo uno de los ‘viajeros’ anticipara el final del viaje? Simplemente lo que pasó es que el ‘dios’ (el dueño) de esa cadena (de la evolución): HABLA.

Esto último que en apariencia le da ‘carne’ a la metáfora ¿es realmente la causa eficiente de tal supremacía? ¿No sería posible que nuestro lenguaje sea nada más que una expresión emergente de otra sutil y más básica diferencia? Esta última pregunta tiene varias respuestas positivas espontáneas que seguro ya se le han ocurrido a usted mientras la termina de leer: la genética, la anatomía del aparato fonador, la sociedad humana, la cultura forjada en tal sociedad, la inteligencia, etc., etc.

¿Y si le dijera que es posible que nada de lo dicho anteriormente haga a la verdadera diferencia?

Sin entrar en sesudas disquisiciones lingüísticas vamos a dejar claro, qué entendemos por lenguaje.

Según se lo enfoca en estas líneas el lenguaje es una herramienta; un organón utilitario que permite comunicarse. ¿Comunicarse para qué? ¡Comunicarse para sobrevivir! Por tanto aquí, poseer el manejo de un lenguaje y expresarse a través del habla, no son sinónimos.

Planteadas así las cosas, todo ser vivo posee un lenguaje; la vida es un lenguaje; un lenguaje universal que marchando al unísono con toda la realidad que lo acompaña, permite que una diversidad infinita, de la que el hombre es una pequeña ‘irregularidad’, se exprese.

Volviendo a la metáfora que nos permitiera Darwin, vemos que la hemos transformado en un cuento digno de Carroll en donde, la irrealidad de los personajes no hace a la trama, sino todo lo contrario. Quiero decir que suena más a ‘literatura del absurdo’ que a tratamiento científico, la cuestión del lenguaje, cuando se pretende explicar que esta ‘bendición’ que nos hace humanos, tiene sus orígenes en nuestros ancestros. Esto da pie para que aparezcan cosas como éstas: “Ciertos primates usan en su comunicación manos y pies de manera más flexible que la expresión facial y la vocalización, lo que respalda la teoría de que el lenguaje humano comenzó con gestos “ ( Proceedings of the National Academy of Sciences ).


El entender el lenguaje como un medio de expresión y de comunicación no quiere decir que debamos estancarnos en la consideración, aparte del habla, de los sonidos y gestos como predecesores de nuestro lenguaje. Ni tampoco quiere decir que debamos considerar solo estas posibilidades de expresión.

Hay ciertos aspectos que los lingüistas han establecido como patrimonio absoluto del lenguaje humano. Entre estos podemos mencionar: a) siempre comunica cosas nuevas; b) distingue entre contenido y forma; c) se emplea con una intención; d) lo que se comunica puede referirse tanto al pasado, al presente como al futuro y e) se transmite de generación en generación.

Con una argumentación lógica adecuada no es difícil demostrar, que un lenguaje universal como el que se propone aquí, cumple perfectamente con estas premisas y por tanto, no sirven para caracterizar adecuadamente nuestro lenguaje y mucho menos, para explicar de dónde viene.

El lenguaje humano sin dudas es un resultado evolutivo. Esta afirmación no obsta para que se busque una alternativa para su explicación y no se siga insistiendo en querer derivarlo de una ‘destreza humana’ enseñada (premio/castigo mediante) a un pobre bonobo que tiene más ganas de treparse a un árbol y quizás disfrutar de una buena siesta, que soportar variopintas ‘señales digitales’ que no le interesan porque no las comprende.

Intentaremos hacer una arqueología del lenguaje pero no pretendiendo averiguar cómo surgió el lenguaje articulado; es decir, no buscando un protolenguaje sino, haciendo uso de los principios de una ciencia social autónoma como es la Arqueología. Si seguimos el camino de tratar de establecer la existencia de una gramática universal y para ello nos valemos de los ‘hitos’ que parecen jalonarla (presuntos símbolos manejados por algunos animales, logros en el adiestramiento de animales (simios, loros), ‘sintaxis’ enseñada en el laboratorio a los bonobos, etc.), hacemos de esta arqueología un auxiliar histórico que pretende desenterrar con evidencia fabricada, aquellos períodos de la evolución del lenguaje que no están lo suficientemente iluminados por las fuentes escritas. La Arqueología es una disciplina que estudia las sociedades a través de sus restos materiales, sean estos intencionales o no (Wikipedia); pero aquí, en vez de enfocarnos solamente en los seres humanos a través de su cultura material o psicológica, orientaremos nuestro interés hacia todas las forma vivas y trataremos de arrojar alguna luz sobre nuestro lenguaje, dejando ver que es posible que él, como manifestación social, haya surgido de un lenguaje (no articulado) común a toda la vida.

El lingüista alemán August Schleicher, a finales del S. XIX, propuso la idea de que los idiomas tenían un patrón evolutivo similar a las especies de los seres vivos (inspirado en Darwin, obviamente). Esta idea (con otras connotaciones) nos ayudará a entender hacia dónde apuntamos.

Como toda elucubración que aquí se haga está basada en los seres vivos, comenzaremos por dividirlos (caprichosamente) en tres grandes grupos (o especies, si se me permite la osadía): A. Microorganismos y Plantas (compuestos por una o más células pero sin Sistema Nervioso Central (SNC)); B. Animales (pluricelulares con SNC) y C. el Hombre.

Dijimos que la vida es un lenguaje; es más, vamos a afirmar lo inverso: el lenguaje es vida. Lenguaje es una sintaxis funcionarizada; entendiendo sintaxis como una estructura relacional entre elementos. La sintaxis del lenguaje surge de la realidad. Esta realidad la podemos enmarcar en tres ejes de complejidad creciente: a) Estructural; b) Dinámico y c) Funcional.

Se postula un compromiso entre los ejes de la realidad y la estructura protopsíquica/psíquica de los seres vivos, el cual da sustento a la sintaxis del nivel de lenguaje que dispone cada una de las especies descritas anteriormente.

Así, en la especie A predomina un lenguaje táxico (de los taxismos de Lorenz) cuya sintaxis es una relación monádica; solo ‘perciben’ el cambio (tomando a la percepción como un primer nivel de representación). Es decir, solo se manejan sobre el eje estructural de la realidad, y por tanto su lenguaje es muy simple y tiene que ver con la acción: p.e. aproximación – huída. Dicho de otro modo: el lenguaje táxico es una respuesta a lo estructural de la realidad y esto es suficiente para sobrevivir. La especie A comunica acciones. Es conductual.

En la especie B (animales no humanos) predomina un lenguaje sígnico (de signo en el sentido lato), cuya sintaxis básica es diádica; perciben por un lado la acción (recuerdo filogenético del nivel o especie inferior) y por otro ésta acción que relaciona dos objetos. Los integrantes de esta especie están capacitados para aprender a manejar el aspecto dinámico de la realidad. Su lenguaje sirve para comunicar conductas innatas (origen del instinto – pulsión). En otras palabras, el lenguaje sígnico es una respuesta a lo dinámico de la realidad; o sea al discurrir del tiempo. La especie B comunica acciones e instintos. Es conductual e instintiva.

En el Hombre predomina un lenguaje simbólico (de símbolo en el sentido de signo interpretado), cuya sintaxis básica es triádica; percibe la acción (cambio) como tal (resabio del nivel A) por lo cual p.e. puede comunicar: amor/odio; le asignan un sentido dinámico (recuerdo del segundo nivel) asimilando la permanencia y otorgando identidad (lo que le posibilita la comunicación social) y relaciona, como fuente de ese cambio, a un sujeto (al cual puede identificar) con un objeto, que es considerado destinatario de tal cambio. El Hombre está capacitado para aprender y manejar el aspecto funcional de la realidad. El lenguaje simbólico es una respuesta a lo funcional y así comunica acciones, instintos y pensamientos. Es por tanto: conductual, instintivo y racional.

El manejo del aspecto funcional de la realidad es el factor clave del por qué, los animales no humanos, no pueden manejar un lenguaje humano o simbólico. Los animales no humanos son incapaces de percibir este aspecto real y por tanto no necesitan hacer uso de un lenguaje simbólico para comunicarse, ni para ‘comprender’ la realidad con fines de supervivencia.

Un chimpancé no habla como un humano no solo porque su órgano fonador no se desarrolló lo suficiente, sino porque su psiquis (más básica y rudimentaria) no tiene la capacidad de simbolizar al no percibir lo funcional. A lo sumo y con mucho trabajo, se puede lograr que ‘aprenda’ una destreza que se sostiene en la memoria, que por supuesto tiene pero, eso solo, no habilita para suponer que el lenguaje humano se originó en las especies inferiores y luego evolucionó hasta llegar al Hombre. El lenguaje humano es un acopio filogenético (la ontogenia recopila la filogenia) y su última etapa no deriva de una especie inferior sino que es un patrimonio exclusivo del Hombre. No es un producto del proceso lineal de la selección natural, sino de la autopoiesis (su auto-producción). Lo que sí aparece como evidente, luego de las aproximaciones hechas, es que nuestro lenguaje tendría rastros de las etapas anteriores y daría la impresión de estar ‘compuesto’ por ‘capas’: un núcleo táxico, una capa media (interna) o sígnica y una capa superficial (externa) simbólica; disposición esta, que le permitiría comunicar emociones, sentimientos, deseos, ideas, pensamientos y conceptos. La aparición de las distintas ‘capas’ está supeditada a la evolución psíquica que no representaría otra cosa que la adaptación al manejo de una complejidad creciente, que exige distintas alternativas para sobrevivir y que, necesariamente para ser comunicadas, deberían adquirir una estructura, una dinámica y una funcionalidad homóloga a la realidad circundante.

Este enfoque de nuestro lenguaje es estrictamente semiótico (entendiendo por semiosis al proceso de reconstrucción de un sistema; o lo que es lo mismo, un ‘aprendizaje’ de la complejidad del mundo circundante en que vive un determinado sujeto, dotándolo de sentido) y en tal dirección, cobran enorme relevancia las Dimensiones y niveles de semiosis que nos legara Charles Morris en su seminal trabajo, publicado en 1938, “Fundamentos de la teoría de los signos” y en el que estableciera la existencia de relaciones diádicas entre los componentes semióticos. De esta manera quedaron establecidas y para siempre, las dimensiones sintáctica (estructural), pragmática (dinámica) y semántica (funcional) de la semiosis.

Tras todo lo dicho quizás deberíamos cambiar la pregunta que oficia de título de este escrito por la siguiente: ¿Para qué querrían hablar los monos?