Historia de la Lógica Transcursiva (Capítulo 257)

Cuaderno XI (páginas 1543 a 1548)

(En este capítulo veremos dos entradas más de Aprend3r, en este plan de difusión de mis ideas, publicadas el 29/6/2008 y el 7/7/2008, respectivamente)

Del Discurso de la Normalidad al Discurso de la Complejidad

Las reglas canónicas de nuestro discurso, por estar basadas en la nominación y en la identificación, imponen una rigidez palmaria al significado que le damos al mundo, cuando nos comunicamos en el día a día. Para poner en evidencia de que esto es así, basta y sobra con que reflexionemos brevemente en cómo “construimos” ese mundo en nuestro discurso. Nombramos los seres y las cosas para, clasificándolos, establecer sus relaciones y así ordenar lo que percibimos, pensamos y decimos. Esto y muy poco más es lo que nos deja hacer la ortodoxia lógica, fundamentalmente en nuestras lenguas indo-europeas llevadas hasta el hartazgo, durante el medioevo, por los caminos de la identidad escolástica, de la pecaminosa contradicción, y del siniestro tertium non datur (‘una tercera (cosa) no se da’) que supo de la normalización por Leibniz. (recordar que las lenguas indo-europeas incluyen 150 idiomas hablados por casi la mitad de la población mundial).

Es verdad que este ‘binarismo’ radical ha dado sus frutos y la confianza despertada en sus usuarios, le ha permitido gozar hasta hoy, de muy buena salud. Pero el costo de este ‘beneficio’ se me antoja en extremo oneroso, al tener que lidiar con una univocidad y homogeinización inextricables.

La falsa transparencia de los significados impuestos por el uso, no pueden evitar ‘colorear’ la realidad y de esta manera nos hemos ido alejando paulatinamente de lo complejo del mundo, por identificarlo con lo indiferente de lo unívoco, la ignorancia contradictoria y el desconocimiento de la mediación. En otras palabras, nos hemos alejado, y mucho, de lo ‘vivo’ de la realidad.

Nuestro discurso no ‘sabe’ nada sobre la complejidad del mundo, y nos dice prácticamente poco sobre él. Que todo ‘sea o no sea’ no puede ser una explicación coherente de por ejemplo: por qué la vida genera más vida, y por qué esa nueva vida, sin proponérselo, comienza su ‘decir’. Es evidente que todo es mucho más complejo que un simple dilema shakesperiano.

Hay quienes aventuran algunos indicios en el mero lenguaje discursivo que, transgrediendo las normas expresivas, ponen en evidencia una capacidad lingüística potencial para mostrar la verdadera realidad o por lo menos una mejor aproximación a ella. Me refiero al uso de antónimos o de paradojas que al ser sublimados, entre otros por el oxímoron, permiten expresar las más extravagantes antinomias mundanas.

Sinceramente creo que un oxímoron ‘no hace verano’. Es un hábil maquillaje de la retórica para que una expresión aparezca como una supuesta transgresión pero en el fondo nada cambia. Hasta los grandes escritores lo anuncian antes de usarlo (en el "Aleph" de Borges, por ejemplo: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”).

La complejidad del mundo o de la realidad, si se prefiere, se sustenta no en un mero ‘decir’ sobre antinomias, sino sobre contrariedades concretas, oposiciones genésicas y complementariedades concurrentes. Lo normativo no alcanza ya que solo es una solución de compromiso.

Todo esto es para decir que el lenguaje no refleja la realidad; que más bien, cual impostura, acomoda lo real para ocultar el terrible fantasma de la ambigüedad. No refleja la realidad por lo menos como trata de mostrar que lo hace, sino de otra manera.

Los griegos (presocráticos) hacían uso de una lengua en la que se daba lugar para expresar las polaridades; la irremediable presencia de opuestos, cual unidad compleja real. La ‘purificación’ sufrida después de Aristóteles y más aun, la latinización del medioevo, lograron ‘borrar’ esta capacidad ‘innata’ de nuestro lenguaje y por tanto del discurso que en él se sustenta. Hay lenguas modernas como el Alemán en que se siguen manteniendo resabios de tales portentos (como ejemplo el término Aufheben que popularizara y especificara Hegel para expresar simultáneamente la negación y la preservación de la verdad interna de algo).

¿Si lo que acabamos de afirmar es cierto, quiere decir que nuestro lenguaje no tiene (salvo excepciones) relación con lo que pretende expresar y por lo tanto no deja de ser solo una caprichosa convención?

¡No! Lo que quiere decir es que, cuando tratamos de especificar cómo surgió el lenguaje y cómo es que expresa lo que expresa, nos apañamos en esta ‘deformación’ de su matriz original y perdemos la plasticidad de ver la realidad en perspectiva. Por supuesto que nuestro lenguaje expresa la realidad, pero no tal cual es, sino ‘acomodada’ en una convención. La convención sirve para expresar el mundo que cada uno se ‘construye’ y que, por una cuestión de convivencia, adquiere rasgos similares en una determinada comunidad. La cultura (el cultivo de la mente a través de la razón) tiene que ver con esta parcelación de nuestro fundamental medio expresivo. En este sentido, nuestro lenguaje en uso tiene un origen social y se fue adaptando a nuestra historia.

La estructura verbo – nombre de nuestras lenguas induce a tener en cuenta solo uno de estos términos a la hora de significar la relación que cada una de ellas tiene con el mundo, producto de lo estático de la sustantivación en los nombres; o dicho de otro modo, de la férrea adherencia a las categorías de la identidad aristotélica. La realidad es mucho más compleja que esto. La realidad es dinámica; es devenir, fluir, alternar y cambiar. Obviamente, nuestro lenguaje (y por ende nuestro discurso) desde esta óptica, carece de las herramientas necesarias para reflejar la realidad. Sin embargo la refleja y lo suficientemente bien como para que nos podamos entender, por lo menos en nuestras comunidades (¡aunque a veces no tan bien!). Entonces, ¿dónde está la ‘falla’ de nuestro lenguaje? En ninguna parte. Nuestro lenguaje no tiene fallas. Los que fallamos en todo caso, somos nosotros al apresurarnos en valorar de una manera simplista (‘científica’), la relación uno a uno de una combinatoria de términos y los hechos que suceden a nuestro rededor.

Los hechos o dicho de otra forma, las relaciones dinámicas mantenidas entre los distintos ‘actores’ reales (la cruda realidad) son tamizados por nuestros sentidos con el fin de aprehenderlos y luego reelaborados por nuestra psiquis en nuestros pensamientos. Este mecanismo tiene un doble fin; por un lado, nos ayuda a encontrarle ‘sentido’ al mundo que nos rodea y al hecho de nuestra existencia en ese mundo; y por otro lado, nos permite elaborar una manera de comunicarlo (hacer saber lo que sabemos) con el objeto de aquilatar nuestra experiencia en función de la experiencia de los demás, porque es la única forma que disponemos para ‘conocer’ ese mundo en donde vivimos y al cual tenemos que enfrentar en su afán de aquietar todo lo que se mueve y evoluciona.

En posesión de nuestro ‘esquema’ del mundo y llegada la hora de ‘expresarlo’, tenemos que ‘inventar’ una manera de llevar a cabo esta tarea. Esta ‘invención’ es nuestro lenguaje que, mediante hábiles convenciones, permite ‘reconstruir’ un mundo tal como se nos presenta y ubicarnos en consecuencia, para que el otro, con el cual dialogo, le encuentre significado a su propia reconstrucción del mundo en donde vive y así complementarnos y pertrecharnos en contra del equilibrio mortal.

Como podemos ver, hemos utilizado dos términos distintos para, según el uso común, expresar una misma cosa: sentido y significado. ¡Aquí está la cuestión! No son la misma cosa. Sentido es cómo comprendemos la realidad; la esencia de la realidad. Un aspecto netamente individual para el que no existe lenguaje en el mundo que pueda expresarlo cabalmente. Significado en cambio es la sublimación del sentido y como tal, la transformación de lo que surge de nuestros instintos o sentimientos primarios, en una actividad moral, intelectual y socialmente aceptada.

Visto nuestro lenguaje desde la superficialidad del significado es razonable que tenga, en apariencia, poco que ver con la realidad que le dio origen; surgiendo así, el discurso de la ‘normalidad’.

Este discurso de la ‘normalidad’ debe ser trocado por el discurso de la ‘complejidad’; es decir, la consideración complementaria sentido/significado, si se quiere alguna vez, comprender nuestro más preciado logro evolutivo.

El Valor de lo Simbólico

Símbolo: un término polisémico que atraviesa vertical y horizontalmente la cultura humana de la mano con distintos aspectos del quehacer intelectual e impulsor de comportamientos a veces, no tan racionales. Desde los jeroglíficos egipcios hasta la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev; desde el pez de bronce de los primeros cristianos hasta nuestra bandera, el símbolo abarca se podría decir, sin temor a equivocarnos demasiado, toda la gama de manifestaciones que nos ‘hace humanos’.

No obstante la enorme variedad de matices que se puedan albergar bajo el alero de un símbolo, todos tienen algo en común. Todos buscan escapar de las borrascosas aguas del olvido; de la lluvia implacable del tiempo que todo lo borra; pero, en cualquier caso, todos también ‘representan’; representan pensamientos, altibajos morales, convenciones sociales, progresos, dogmatismos, creencias, soberbia intelectual, estrechez y necesidad, sabiduría y barbarie.

De todos los aspectos naturales mencionados y de los muchos que se escapan, tomaremos el único que los reúne a todos: la representación.

Se tiene la tendencia de pensar en una imagen que refleje alguna realidad cuando uno invoca el término representación y por ende el concepto de símbolo. Esta tendencia no tiene asidero y trataremos de fundamentarlo.

La palabra símbolo, en su acepción griega, deriva de un vocablo que significa juntar, unir o encontrar algo que permita un reconocimiento. Esta sucinta definición abre un pequeño resquicio por donde penetrar al corazón simbólico.

Admitir que un símbolo es solo lo que representa una realidad otra de la que estamos experimentando, es admitir ingenuamente que una imagen representada va más allá de los elementos que la constituyen, tomándola por ‘real’ por el único hecho de ‘parecerse’ a lo que intenta representar.

Esta adherencia a lo visual de la representación hace que no podamos ‘ver’ paradójicamente, lo que está más allá de la mera apariencia, y no pasa de ser una metáfora del espejo que se transforma en espejismo cuando nos acercamos a ella. Los símbolos son naturales en el hombre y no es algo que se ofrece desde fuera para que, en su aprehender, ‘registre’ una convención. El símbolo es parte de la unidad psíquica humana; es lo funcional complementario de lo que es aportado por los mismos datos sensoriales, sean estos provenientes del entorno o desde nuestra biología, y que constituyen la estructura de la psiquis. En el aparato psíquico en el cual se fundamenta el conocimiento humano es donde lo simbólico cumple una función puesta al servicio de comprender el mundo que nos rodea, dándonos una enorme capacidad que excede y en mucho, nuestra sensibilidad o nuestra memoria. Esta capacidad simbólica que nos caracteriza como humanos se inicia con el pensamiento y se proyecta en nuestro lenguaje, permitiéndonos así dar tratamiento a todas las cosas y a todos los problemas que nos son inherentes, ya sean estos de índole místico, abstracto o práctico.
Este método de adaptación es patrimonio exclusivo del hombre y le da la posibilidad, no ya de valorar cuantitativamente una simple reacción como lo hace cualquier animal que responde a un signo cualquiera según un significado asociado sino, contemplar aspectos cualitativos que le dan una nueva dimensión a la realidad vivida. Las realidades inmediatas se transforman en ‘semióticamente reales’; las sensaciones se transforman en manifestaciones de sentido. Se distancian así, gracias al símbolo, las reacciones orgánicas propias de la animalidad de las respuestas puramente humanas.

Tal cual lo aseveró Cassirer, el hombre es un animal simbólico más que racional. Lo racional, que también es un patrimonio humano, no abarca la integridad real ya que solo se restringe a lo abstracto (terreno cultivado por la Lógica, la Filosofía, las Matemáticas y la Lingüística, entre otras).

Retomando entonces la tendencia de asociar representación con una imagen podemos ver que, cuando esto ocurre, se debe a que somos arrastrados por la apariencia empobrecida de una relación heterónoma con un referente externo, sea éste, algo concreto o alguna idea. Muy distinto sería si en vez de esta asociación nimia, intentamos la aprehensión de una ‘forma’ que diera cabida a un futuro contenido del pensamiento.

¿Qué diferencia hay entre una imagen y una forma? En apariencia, ninguna. Pero si analizamos su constitución, veremos que difieren y en gran medida. Remarcaremos un solo detalle distintivo pero que es suficiente para poner en relieve esa flagrante diferencia. La imagen es estática. La forma no. La dinámica de la forma se expresa a través de las relaciones que plantea su geometría. Una topología estructurante y estructurada que da origen, en su espacio, a una función (proyectando una estructura en otra) que se encuentra a modo de unidad compleja en el símbolo; con una vertiente continua (la función) que estaría representada en la psiquis por el pensamiento y expresada en el lenguaje natural (en nuestras lenguas indo-europeas) por los tiempos de verbo; y una vertiente discreta que estaría representada por el lenguaje natural y expresada en su sintaxis.

Solo el aspecto dinámico del símbolo (el pensamiento) tiene sentido, porque representa cabalmente un prototipo lógico; en el contexto del aspecto estático (el lenguaje natural), un nombre (el contenido convencional de un símbolo lingüístico), tiene significado. Su uso no muestra la relación esencial que hay entre los sistemas reales que le dan origen. Su comunicación se hace de la única manera posible: a través de la expresión.

Consideramos así al símbolo como una función de la estructura que lo contiene (en su vertiente interna) y como estructura funcionarizada (la expresión) en su vertiente externa

El símbolo, como función, tiene como argumento a un signo; en otras palabras, el pensamiento es función de una idea y quien porta el sentido. Esta función, en las lenguas indo-europeas por ejemplo, está representada por los tiempos de verbo (en su aspecto temporal interno).

Un símbolo dinámico (interno: la vertiente continua) representa una función estructurada (la que expresa el proceso mismo de simbolización); en contrapartida, un símbolo estático (su mitad externa, discreta) representa una estructura funcionarizada (ver figura).



Al pasar la función, en el lenguaje natural, a ser su propio argumento, deja de expresar la esencia del evento representado en el pensamiento. Por tanto la estructura al pasar a ser función, deja de expresar la estructura psíquica y por lo tanto, también la real .

Esta inversión ‘paradojal’ torna dificultoso el captar la ‘lógica’ que estructura el lenguaje natural y por ende, el pensamiento, desde donde suponemos, emana. Por esta razón el lenguaje natural nos dice poco o nada de sí mismo y menos quizás, de lo que lo originó. El ojo no puede ‘verse’ a sí mismo. Puede describir lo que ve, pero no puede ‘verse’ viendo.

Una función no debe ser su propio argumento. Esto va en contra de la lógica.

Esta aparente falla lógica se subsana arbitrariamente por medio del significado. Asignando convencionalmente (ad placitum) argumentos a una función que no es tal. Usando una función continua (como por ejemplo, los tiempos de verbo) como argumento de una estructura (sintaxis). Es por eso que el lenguaje natural (simbólico) es ambiguo. Esto explicaría de alguna manera la polisemia. Es el mismo fenómeno que se daría al describir matemáticamente un acontecimiento continuo (real), en donde no hay otra opción que ‘linealizarlo’; describirlo en infinitésimos pasos; o sea, en definitiva: discretizarlo.

Desde la óptica de la lógica aristotélica el lenguaje natural es un discretizador de la realidad.

“El lenguaje disfraza el pensamiento” dice Wittgenstein. Nosotros podemos decir: “No se piensa con palabras, se habla con pensamientos”. No obstante, el lenguaje natural no hace evidente al pensamiento. El significado nada dice del sentido. Para comprender el lenguaje natural hay que cambiar el punto de vista lógico. El secreto está en lo estructural. Hay una homología entre la realidad representada y el representante, lo cual se equipara relacionalmente en el origen y en el orden, pero también en la función.

El aparente aspecto ‘desmadejado’ del lenguaje natural impide darse cuenta que su lógica puede ser un ensamble entre lo continuo (profundo) y lo discreto (superficial); en donde, esto último es lo que se muestra directamente. El otro aspecto queda ‘oculto’ a los ‘ojos’ de la lógica aristotélica.

El símbolo es la ‘figura’ de lo real. Un modelo que queda ‘estampado’ a fuego en nuestra psiquis, que se origina en nuestra contienda con la vida y que se expresa a través del lenguaje. El símbolo es el ‘hilo de Ariadna’ que liga los aspectos psico-bio-socio-culturales de la realidad y se constituye en unidad en el encuentro complejo (opuesto-complementario-concurrente) de dos mitades que se reconocen.

¡Nos encontramos mañana!